Comentario
En la creencia de que tuvieran relación con Apopis y otros reyes pastores, se dio este nombre hace un siglo a un grupo de estatuas de granito negro que no sólo comprendía las cuatro esfinges de Tanis, sino otras tres estatuas adscritas hoy a la época de Amenemhet III y que no sólo se cuentan entre las más bellas de la época, sino entre las más interesantes de la escultura egipcia en general.
El primero de estos monumentos es un grupo de dos hombres, de tamaño natural, procedente de Tanis y conocido como Los oferentes de peces. Labrados en un solo bloque, estos dos hombres barbados (provistos de barbas postizas que caen en cascada desde el reborde de la mandíbula inferior, por tanto, unas barbas muy distintas de las perillas habituales en Egipto) y tocados de aparatosas pelucas, parecen caminar llevando en las manos sendas cestas o redes con unos grandes peces, flores de loto y gansos. Evers los interpretó como personificaciones del Nilo con los rasgos de Amenemhet III, pero esta interpretación no ha sido aceptada unánimemente. Quede, pues, en mera conjetura.
La segunda estatua, procedente de Mit Farés, en el Fayum, parece la grandiosa efigie de un rey del Africa ecuatorial, con la cabeza y el cuello ocultos bajo la cortina de largos bucles de una peluca inmensa, el torso cubierto por una piel de pantera de la que se ven la cabeza, sobre un hombro, y una garra, sobre el otro, y un báculo a cada lado, rematado en una cabeza de halcón. Esta indumentaria la conocemos desde el Imperio Antiguo en relieves de personajes que desempeñaron ministerios sacerdotales, pero en este caso, al servicio de un rostro escultórico lleno de majestad y de poder, refuerza el aspecto exótico del personaje alejándolo mucho de lo convencional en Egipto, a pesar de que llevaba uraeus y barba faraónica. Por último, la estatua de Roma carece de procedencia conocida, pero es muy semejante a las anteriores -sobre todo a la primera- y tiene la ventaja de que conserva mejor que ellas el pomposo tocado de grandes tirabuzones.
Admitido hoy por los egiptólogos que las esculturas taníticas son obras egipcias correspondientes a la época de Amenemhet III, hay incluso quienes creen que el semblante de todas ellas, pese al carácter exótico de sus aderezos, no es otro que el del propio rey. Se forma así un grupo de enorme interés, muy próximo al de las esfinges de melena entera, que parece fruto de un afán renovador, de un ansia por calar en las raíces indígenas y ancestrales del pueblo egipcio. Calificar este movimiento de africanista puede resultar anacrónico. Baste con apuntar en esa dirección. Cuando apareció el grupo de Los oferentes de peces, Mariette observó la semejanza de su indumentaria con la de las poblaciones semisalvajes del lago Menzaleh. Transcurrido un siglo, la impresión que siguen produciendo es análoga: la de un arte magnífico que parece consciente de la necesidad de atemperar el artificio del mundo cortesano volviendo los ojos a la savia de lo primitivo y salvaje.
El grupo tanítico, tan afecto al granito negro como material, posee dos ejemplares espléndidos a pesar de sus mutilaciones: las dos estatuas sedentes de Nofret, la reina esposa de Sesostris II. Ambas son muy semejantes, aunque no idénticas: una tenía las dos manos apoyadas en los muslos, la otra sólo una, la derecha, mientras que la izquierda tocaba con los dedos el interior del brazo derecho. Demuestran estas estatuas que el retrato de carácter, tan logrado en este semblante de anchos pómulos, se consagró tanto y tan pronto a la mujer como al hombre. Si Nofret conservase el globo de los ojos, que llevaba incrustado, la vida interior de su rostro sería sobrecogedora; aún lo es, con todos sus desperfectos.